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Entre los surcos fértiles de la Vega de Granada, donde el aire huele a historia y las acequias murmuran secretos nazaríes, hay un camino custodiado por 23 cipreses que no fueron sembrados por manos cualquiera, sino por el amor. Fue en 1941 cuando Rafael Dolz plantó cada uno como ofrenda a su esposa Blanca Jara Seijas, en el día que cumplía 23 años. Desde entonces, estos árboles eternos flanquean el sendero entre Ambroz y Belicena como centinelas de una historia que enraíza el alma en la tierra. Bajo su sombra creció un amor que hoy es patrimonio de todos: el del Cortijo de San Antón, las almunias dormidas y la memoria viva de una mujer que aún pasea, en el recuerdo, entre los árboles que la aman. Este es un viaje al corazón de Vegas del Genil, donde paisaje, leyenda y emoción se entrelazan como las ramas de un ciprés buscando el cielo.
Entre las localidades de Ambroz y Belicena, en el corazón de la Vega de Granada, discurre un antiguo camino rural cargado de historia. Es el Camino de San Antón, una vereda centenaria que atraviesa tierras fértiles regadas por acequias musulmanas y salpicadas de cortijos centenarios. Durante la época andalusí, esta zona estuvo ocupada por almunias (fincas agrícolas) que aprovechaban ingeniosos sistemas de riego; aún hoy sobreviven viejos aljibes nazaríes (cisternas) en algunos cortijos de la zona. Tras la conquista cristiana, estas tierras pasaron a manos de la Orden de Santiago y posteriormente de órdenes como los franciscanos, hasta que en 1836 el Cortijo de San Antón fue adquirido en subasta pública por la influyente familia Seijas Lozano. Desde entonces, esta hacienda rural, con su casa solariega, pozos y huertos, ha sido testigo silencioso de generaciones de historia granadina.
Caminar hoy por este sendero es retroceder en el tiempo. Los cultivos de maíz, espárragos y hortalizas se extienden a ambos lados, recordando la riqueza agrícola que hizo famosa a la Vega. A un lado discurre la Acequia Gorda, canal de riego principal que serpentea junto al camino, alimentando los campos como lo ha hecho durante siglos. No es raro encontrar en la ruta reliquias del pasado agrícola, como la estructura de un antiguo secadero de tabaco o la vieja cosechadora de madera y hierro que perteneció al Cortijo de San Antón. Sus dueños la alquilaban antaño a otros agricultores, pagándose en grano y paja, en un trueque propio de otra época. Hoy se encuentra a la entrada del camino, justo enfrente del restaurante JR. Cada elemento del paisaje cuenta una historia sobre cómo vivían y trabajaban quienes nos precedieron en estas tierras.

Sin embargo, el tesoro más emotivo que esconde el camino de San Antón es, sin duda, la hilera de 23 cipreses que bordea un tramo del sendero. Estos imponentes árboles, cipreses mediterráneos (Cupressus sempervirens) de más de diez metros de altura, se alinean a lo largo del camino formando una especie de majestuosa guardia de honor vegetal. Sus copas alargadas y perennes dibujan una muralla verde oscura contra el cielo azul de Granada, y sus densas ramas parecen custodiar un pequeño secreto: bajo su sombra se halla una humilde lápida de piedra con el nombre Blanca Jara Seijas. No es una tumba olvidada, sino un discreto monumento al amor que perdura. Los vecinos de la zona conocen bien la historia que se esconde tras esa inscripción, y a menudo se detienen con los visitantes para narrarla con orgullo y ternura.
¿Quién fue Blanca Jara Seijas? Para responder debemos remontarnos a 1941. En aquella España de posguerra, mientras el país intentaba sanar sus heridas, en el Cortijo de San Antón florecía un gran amor. Blanca Jara Seijas, bisnieta de la familia Seijas fundadora del cortijo, cumplía 23 años de edad. Su esposo, Rafael Dolz del Castellar, quiso tener con ella un gesto tan romántico como perdurable: plantó tantos cipreses como años cumplía Blanca a lo largo del camino de entrada a su hacienda. Veintitrés arbolitos fueron depositados en tierra, uno tras otro, delineando la senda que llevaba a la casa, como un regalo de cumpleaños realmente singular. Aquel detalle, extraordinario para la época, convirtió el simple camino rural en un paseo simbólico que celebraba la vida y la juventud de Blanca.

Con el paso de las décadas, aquellos cipreses fueron creciendo al compás de la historia de la pareja. Sus troncos finos se engrosaron, sus copas se elevaron orgullosas. Blanca y Rafael vieron cómo la arboleda tomaba altura año tras año, proporcionando sombra fresca en los abrasadores veranos granadinos y protegiendo del viento frío en invierno. Los lugareños empezaron a llamar a este tramo “los cipreses de la enamorada”, porque habían nacido del amor de un esposo hacia su mujer. Se dice que Blanca paseaba con frecuencia bajo sus árboles, especialmente en las tranquilas tardes de primavera, disfrutando del rumor del canal de riego cercano y del susurro del viento entre la arboleda espesa. Aquellos paseos debieron ser mágicos: cada ciprés representaba un año de su vida, y juntos conformaban un camino entero, como metáfora de la senda vital que ambos compartían.
Durante casi seis décadas, Blanca Jara vivió cobijada por el cariño de su familia y la silenciosa compañía de sus cipreses. Cuando falleció, en abril de 2009, su familia colocó una sencilla placa de piedra al pie del octavo ciprés de la hilera, dicen que ese era su favorito, con su nombre y fechas, inmortalizando así su memoria en el mismo lugar donde fue tan feliz. Hoy, al pasar junto a ese pequeño monolito, es fácil emocionarse: “El amor aún camina entre los árboles”, podría pensar uno, parafraseando las palabras con que la prensa local tituló este relato años atrás. Y es cierto que, aunque Rafael y Blanca ya no estén, su amor sigue viviendo en estos 23 gigantes verdes que contemplan el ir y venir de los días en la Vega.
Detrás de esta historia de amor inmortal se adivina una familia de linaje antiguo, arraigada en Granada. Blanca Jara Seijas provenía, por línea materna, de los Seijas Lozano, dueños históricos del Cortijo de San Antón. Su bisabuelo fue Manuel Seijas Lozano (1800-1868), una figura notable del siglo XIX en España. Manuel Seijas, natural de Almuñécar, fue un brillante jurista y político: ocupó hasta cuatro carteras ministeriales (Gobernación, Fomento, Hacienda y Gracia y Justicia) durante los convulsos años de Isabel II. Además, presidió el Senado en 1866-67 y, como experto en derecho, participó en la redacción del Código Penal español de 1848, un texto legal tan bien elaborado que, con reformas, rigió la justicia española hasta 1973. No es de extrañar que eligiera la Vega granadina para establecer su hacienda familiar, dada la riqueza y productividad de estas tierras. El Cortijo de San Antón, con su origen árabe y su estratégica ubicación junto al Genil, debió ser una joya para él.

Blanca heredó no solo el patrimonio de sus antepasados, sino también su espíritu. Dicen quienes la conocieron que era una mujer alegre, generosa y profundamente enamorada de su tierra. Cuando contrajo matrimonio con Rafael Dolz del Castellar, un joven de familia acomodada, la unión consolidó aún más el arraigo de ambas familias en Vegas del Genil. De su amor nacieron hijos, entre ellos Jacobo Ricardo Dolz del Castellar Jara, conocido simplemente como Ricardo. Este hijo de Blanca y Rafael sería, décadas más tarde, el popular propietario del Mesón J.R. de Ambroz, un restaurante tradicional que se convirtió en punto de encuentro y orgullo gastronómico local. Ricardo no solo continuó con la tradición hospitalaria de la familia, sino que mantuvo viva la historia de los cipreses de su madre, contándola a quien quisiera escucharla. Tanto amó Ricardo su terruño que sirvió como Juez de Paz del municipio y dedicó grandes esfuerzos a la comunidad. A su fallecimiento, en 2017, el Ayuntamiento de Vegas del Genil honró su memoria dando su nombre al propio camino de entrada a Ambroz: hoy aquella vía que va desde el cementerio hasta el Mesón J.R. se llama Camino de Ricardo Dolz del Castellar, un bonito tributo que une para siempre a la familia con el paisaje que ayudaron a crear.
No podría haberse elegido un árbol más adecuado que el ciprés para representar un amor duradero. En la cultura mediterránea y andaluza, el ciprés ha cargado con un simbolismo profundo desde hace siglos. Su figura esbelta y perenne es inseparable de lugares de recogimiento y belleza. Los musulmanes lo introdujeron masivamente en Al-Ándalus para adornar jardines y huertos, valorándolo no solo por su estética sino por su resistencia y significado. En los jardines nazaríes de la Alhambra, por ejemplo, el ciprés aportaba elegancia y perfume resinoso, pero también representaba la eternidad y la conexión entre el cielo y la tierra según la visión islámica del paraíso. Su porte vertical, casi tocando el cielo con sus puntas, evocaba esa unión de lo terrenal con lo divino. No es casualidad que muchos patios andaluces y cementerios históricos estén bordeados de cipreses: para la tradición cristiana, igualmente, este árbol simboliza la inmortalidad del alma y la vida eterna, guardando el descanso de los difuntos con su sombra alargada
Granada, en particular, es una tierra de cipreses. Poetas y artistas los han inmortalizado en versos y lienzos, asociándolos tanto a la belleza alegre como a la melancolía. Federico García Lorca menciona su silueta en varios de sus poemas, y otros autores granadinos los erigieron en símbolo de la ciudad. Existe un ciprés legendario en el cercano Generalife de la Alhambra, el famoso Ciprés de la Sultana, vinculado a una historia de amor prohibido en la época nazarí. Según la leyenda, a su sombra se encontraban secretamente una reina morisca y su amante, un caballero Abencerraje, desencadenando un trágico destino. Aquel vetusto ciprés sigue en pie, testigo mudo de pasiones de otro tiempo. Los 23 cipreses de Vegas del Genil comparten ese aura romántica: también ellos fueron plantados por amor y han permanecido firmes con el paso de los años, imperturbables ante tormentas y sequías. Su longevidad impresiona, un ciprés bien cuidado puede vivir varios siglos, lo que convierte al regalo de Rafael a Blanca en algo verdaderamente poético: le obsequió no flores que se marchitan a los pocos días, sino árboles perennes que podrían sobrevivirles a ambos y contar su historia a futuras generaciones.
Además de su carga simbólica, estos cipreses cumplen funciones muy terrenales en el paisaje: ofrecen sombra a agricultores, senderistas y ciclistas que transitan el camino, rompen la monotonía visual de los campos de labor con su verticalidad majestuosa, y sirven de refugio a aves (es común ver tórtolas, gorriones y alguna que otra lechuza habitando entre sus ramas oscuras). En las tardes de verano, el canto de las chicharras resuena desde lo alto de sus copas, llenando el aire de un zumbido que es banda sonora de la Vega. En invierno, envueltos en bruma, los cipreses adquieren un aire misterioso, casi místico, destacando como centinelas verdes entre los ocres de la tierra labrada. Es fácil entender por qué inspiran tantas emociones y leyendas.

Los “cipreses de la enamorada” se han convertido hoy en un patrimonio vivo de Vegas del Genil. No figuran en las guías turísticas convencionales, pero para los habitantes de Ambroz, Belicena y pueblos vecinos, esta arboleda es tan emblemática como pudiera serlo un monumento histórico. Representa la unión perfecta entre naturaleza, cultura e historia local. Por un lado, nos habla del ecosistema de la Vega granadina, de su paisaje agrario tradicional que aún sobrevive a las puertas de la capital. Por otro lado, encierra la memoria de una familia y de un amor sincero, detalles que humanizan el territorio y lo llenan de significado. Historias como la de Blanca y Rafael dotan de alma a nuestros caminos rurales y merecen ser contadas una y otra vez, para que no caigan en el olvido.
Afortunadamente, en Vegas del Genil cada vez hay más conciencia sobre la importancia de conservar este legado. Colectivos ciudadanos como la plataforma Defiende Vegas del Genil luchan por proteger los valores ambientales y culturales de la Vega, evitando que la presión urbanística borre siglos de historia. Fruto de ese compromiso nace la Ruta del Corazón de la Vega, una de las rutas más bellas y accesibles de la comarca. Diseñada por la propia plataforma, propone un paseo circular desde Belicena (Vegas del Genil) que cruza el Camino del Callejón hacia Cúllar Vega y recorre el histórico Camino de San Antón. Con solo 5,3 kilómetros de recorrido, es perfecta para toda la familia: ideal para una mañana de domingo o una tarde de desconexión. Naturaleza, tradición y paisaje humano se entrelazan en esta pequeña joya vegueña que invita a redescubrir, paso a paso, la esencia de nuestro entorno. Y es que este rincón tiene todos los ingredientes para enamorar al visitante: un paisaje bucólico, un relato romántico y un entorno rural auténtico a solo unos kilómetros de la ciudad de Granada.
Al pasear por la senda de San Antón al atardecer, cuando la luz dorada del sol se cuela entre los troncos rectos de los cipreses, uno siente que camina dentro de un cuadro costumbrista. Es fácil imaginar la silueta de Doña Blanca avanzando despacio bajo sus árboles, quizás recordando aquel día de cumpleaños de 1941 en que fueron plantados, mientras cada ciprés susurra con el viento versos invisibles de fidelidad. Cada tanto, algún caminante se detiene frente a la piedra con su nombre, inclinando la cabeza en señal de respeto, como quien saluda a una vieja amiga. Vegas del Genil puede sentirse orgulloso de este pequeño tesoro: no todas las comunidades tienen una historia de amor arraigada literalmente en su tierra. Estos 23 cipreses nos enseñan que el amor, cuando se cultiva y se cuida, echa raíces profundas y puede durar muchas vidas. Cuidarlos y preservarlos, así como al cortijo y al paisaje que los rodea, es responsabilidad de todos. En ellos late la memoria de la Vega y el mensaje esperanzador de que el amor verdadero, como la naturaleza, perdura y florece generación tras generación.
En definitiva, la próxima vez que visites la Vega granadina, no dejes de acercarte a Ambroz para recorrer el camino de los cipreses enamorados. Tal vez antes o después de comer en el restaurante JR, regálate un paseo por este sendero. Déjate envolver por su sombra y su historia: sentirás que, entre sus ramas, aún caminan de la mano Blanca y Rafael, sonriendo eternamente jóvenes, mientras la brisa mece suavemente las copas esmeraldas de los cipreses que fueron y siguen siendo símbolo de su amor.